
Nada es lo que parece. En los relatos de violencia doméstica o maltrato infantil, es común señalar a un único “villano” —el agresor— mientras los demás observan con indignación. Sin embargo, ¿es posible que tales actos se perpetúen por años sin la complicidad, consciente o inconsciente, de otras personas? En el caso de los niños maltratados, las terapias revelan rápidamente esta dinámica.
Cuando una víctima describe episodios continuos de abuso por parte de un progenitor, la pregunta inevitable es: ¿dónde estaba el otro? Las respuestas suelen reflejar ausencia de apoyo o incluso complicidad pasiva: ignorar las señales, encubrir los abusos o minimizar el daño. A menudo, el cómplice adopta un rol ambiguo, usándolos como desahogo emocional frente al agresor, lo que confunde aún más al niño, quien interpreta esta actitud como una forma de afecto.
En familias funcionales, cualquier padre/madre emocionalmente sano haría lo imposible por proteger a su hijo, denunciando o huyendo del agresor. Pero en familias disfuncionales, la dinámica es distinta: ambos progenitores están atrapados en una relación codependiente, con patrones sadomasoquistas que perpetúan el maltrato. Los niños se convierten en un «daño colateral» de esta patología.
La complicidad se evidencia cuando, en el proceso terapéutico, la víctima confronta al progenitor “inocente”. Las respuestas suelen ser defensivas, negando el abuso, justificando al agresor o minimizando lo sucedido. Es en este punto que las víctimas comienzan a vislumbrar la magnitud de su soledad y el abandono que vivieron.
En resumen, en cualquier forma de abuso infantil existe una doble responsabilidad: la del agresor y la del cómplice que lo permite. Es imposible que en la cercanía de la vida familiar este sufrimiento pase desapercibido para alguien que verdaderamente ama a su hijo, y más aún, que no actúe para detenerlo.