
Podemos decir sin miedo a equivocarnos que una buena terapia no funciona sin afectos. Estos son el pilar que sostiene la relación entre el cliente y el terapeuta, permitiendo que ambos trabajen juntos con autenticidad y propósito. Sin una buena transferencia del cliente y una adecuada contratransferencia por parte del terapeuta, la terapia no podría avanzar. Gracias a esta conexión afectiva, el cliente puede indagar dentro de sí mismo, descubrir, comprender, expresar y, finalmente, superar sus contratiempos y fracasos. Este proceso culmina con un crecimiento significativo para ambas partes, y es un momento digno de celebración. Sin embargo, aunque los afectos son indispensables, no deben convertirse en el centro de la terapia. Cuando esto ocurre, esos sentimientos pueden transformarse en resistencias que paralizan el avance y, en última instancia, conducen al fracaso terapéutico.
Existen dos tipos fundamentales de afectos que surgen principalmente por parte del cliente: los amorosos y los hostiles. Ambos tienen un impacto directo en el proceso y la dinámica de la terapia. Veámoslos con más detalle.
### 1. Afectos amorosos
En las **transferencias positivas**, los pacientes sienten admiración o idealización hacia el terapeuta. Pueden verlo como un maestro, un gran amigo, un hermano mayor o incluso como una figura parental adoptiva. Esta proyección inicial, aunque puede estar cargada de miedos, dudas y reacciones infantiles heredadas de su relación con sus propios padres, es una herramienta poderosa en la terapia. Con el tiempo, el cliente empieza a reconocer que el terapeuta no es como aquellas figuras parentales que le causaron daño, y este descubrimiento le permite madurar emocionalmente, reaccionar de nuevas maneras y construir una relación más sana consigo mismo y con los demás. Este tipo de transferencia es esencial para el éxito de cualquier terapia.
Sin embargo, los sentimientos amorosos pueden, en ocasiones, intensificarse hasta el punto de volverse **excesivos**. En estos casos, el cliente puede enamorarse del terapeuta, o, en situaciones menos comunes pero igual de problemáticas, el terapeuta puede desarrollar un apego excesivo hacia el cliente. Cuando esto sucede, la dinámica terapéutica se distorsiona. El objetivo principal de la terapia deja de ser el crecimiento del cliente y se convierte en la búsqueda de una dosis de erotismo o amor mutuo. Si esta situación no se aborda y resuelve rápidamente, lo más recomendable es dar por terminada la terapia para proteger la integridad emocional de ambas partes.
### 2. Afectos hostiles
En el otro extremo, existen clientes que, debido a sus profundas heridas emocionales, manifiestan **hostilidad o desconfianza** hacia el terapeuta desde el inicio o en algún momento de la terapia. Cada pregunta, comentario o intervención puede percibirse como una agresión. Estas personas se cierran, niegan y rechazan la mayoría de las iniciativas del terapeuta, lo que hace que el proceso se vuelva extremadamente difícil y, en algunos casos, inviable.
En los casos más graves, estos pacientes suelen llegar con un historial de múltiples terapias fallidas y una profunda animadversión hacia sus exterapeutas. Culpan al mundo, incluidas las personas que intentan ayudarlos, de su sufrimiento, y son incapaces de introspección o autocrítica. Para ellos, el mundo entero es una amenaza, y reaccionan atacando o defendiéndose de manera desesperada. Este nivel de resistencia, aunque comprensible desde su dolor, puede impedir cualquier avance en la terapia.
Aunque muchos expertos recomiendan **contención y paciencia** con este perfil de cliente, mi experiencia sugiere que la mayoría de estas personas no logran vincularse emocionalmente ni aceptar la ayuda. Con frecuencia, abandonan la terapia antes de que se pueda establecer un progreso significativo, dejando una sensación de tragedia tanto para ellos como para el terapeuta.
### La relación terapéutica ideal
Una buena relación terapéutica es un fenómeno hermoso y profundamente humano. Es difícil de describir con precisión, pero podría decirse que es una mezcla armoniosa de cariño, admiración, confianza, respeto, buen humor, autenticidad y objetivos claros. Por ambas partes, se requiere un equilibrio delicado entre cercanía y distancia: una conexión lo suficientemente íntima como para que el paciente se sienta acompañado, pero también lo suficientemente libre como para explorar su interior sin sentirse controlado.
En esta relación, el terapeuta actúa como un guía protector que acompaña al cliente en su viaje al corazón de sus emociones y experiencias. Es un proceso transformador, no solo para el cliente, sino también para el terapeuta, quien aprende y crece a través de cada interacción.
En última instancia, una terapia exitosa es un espacio de encuentro, trabajo conjunto y mutuo aprendizaje, donde ambos salen fortalecidos y enriquecidos. Este crecimiento compartido es lo que hace que el oficio de la terapia sea tan profundamente gratificante.