
Todas las mujeres, en mayor o menor medida, hemos experimentado esa desagradable (y a menudo intimidante) situación de ser interpeladas, perseguidas o invadidas por cierto tipo de hombres cuya actitud es claramente irrespetuosa, invasiva e incluso agresiva. Este comportamiento, que no es otra cosa que una forma de violencia, nos dificulta realizar actividades tan normales y cotidianas como pasear a solas por la calle, disfrutar de un parque, sentarnos tranquilamente en la terraza de un bar o ir sin compañía al cine o al teatro. Aunque las políticas de género han puesto el foco en este problema con consignas y campañas de denuncia, parece que estas acciones no logran reducir su incidencia. Incluso me pregunto si, en algunos casos, no estarán contribuyendo a exacerbarlo, especialmente en un determinado perfil de hombres. Pero, ¿qué clase de hombres son estos?
Para abordar este fenómeno, primero debemos intentar comprenderlo desde una perspectiva psicológica. ¿Qué es exactamente el acoso callejero? Es una invasión del espacio vital de otra persona, un acto que podríamos comparar con irrumpir en la casa de alguien tirando abajo la puerta. Es, sin duda, un acto violento. Pero, más allá de condenar estas conductas, es crucial descifrar qué impulsa a algunos hombres a actuar de este modo.
Un hombre que ha sido criado por una madre afectuosa, que le ha enseñado a vincularse de manera respetuosa y amorosa, difícilmente se convertirá en un acosador. Este tipo de hombre no tiene necesidad de traspasar los límites de otra mujer con violencia. Ama a las mujeres, está en paz consigo mismo y sabe cómo relacionarse con ellas de forma natural y respetuosa. Además, valora el respeto de los demás y busca preservar su propia dignidad y autoestima. ¿Por qué habría de tirar todo eso por la borda agrediendo a una desconocida en la calle?
Por el contrario, un hombre cuya madre haya sido emocionalmente dañina, fría o traumática, desarrollará con el tiempo una visión alterada de las mujeres. Este hombre, al no poder expresar el miedo, el desamparo o la rabia hacia su madre, reprimirá esos sentimientos y los trasladará inconscientemente a otras mujeres. La misoginia se convertirá en una forma de compensar su dolor interno. Por eso, en lugar de establecer relaciones sanas, verá a las mujeres como objetos de desprecio, fuente de frustración o, en el mejor de los casos, herramientas para satisfacer sus deseos. En los casos más graves, este conflicto no resuelto se manifestará en conductas violentas como el acoso callejero.
Es importante entender que el acoso callejero no es un simple producto del “patriarcado” o de otras construcciones ideológicas. Este fenómeno tiene raíces mucho más profundas, y estas se encuentran en las experiencias infantiles y familiares del acosador. Son hombres que, en el fondo, son víctimas de una crianza disfuncional, marcada por la carencia de amor y respeto, particularmente de figuras femeninas importantes como la madre. Lo que vemos como machismo o misoginia en su comportamiento no es más que una venganza inconsciente contra esas experiencias tempranas de maltrato o abandono emocional.
De la misma manera que el acoso callejero es un síntoma neurótico, también lo son otras formas de violencia o desdén humano, como el odio misándrico, el bullying, el abuso infantil, el maltrato animal, las adicciones, la depresión o el suicidio. Todos estos problemas comparten un origen común: la violencia familiar. Es ahí donde se siembran las semillas de la mayoría de las conductas destructivas que observamos en la sociedad.
Por eso, cualquier intento de reducir estos comportamientos debe empezar por transformar radicalmente la manera en que entendemos y llevamos a cabo la crianza de los hijos. Es imprescindible educar a las nuevas generaciones en el respeto mutuo, el amor incondicional y la empatía. No hay otra forma. Las soluciones legislativas o las campañas de concienciación pueden ayudar a mitigar los efectos inmediatos del problema, pero no resolverán sus raíces profundas.
Y este problema no es exclusivo de zonas consideradas “atrasadas” o con menos recursos. Lo encontramos también en grandes ciudades modernas y cosmopolitas. Barcelona, donde resido, es un claro ejemplo. Es una ciudad que, aunque abierta y progresista, no está exenta de estos comportamientos. A menudo me encuentro enfrentándome a ellos. El cortometraje de Maxime Gaudet retrata muy bien esta realidad. En él se muestra, de manera impactante, lo que siente y sufre una mujer cuando regresa sola a casa por la noche, enfrentándose a miradas, palabras y actitudes intimidantes que reflejan la realidad del acoso callejero.
Comentarios