Muchas personas realmente creen que las historias románticas son como las muestran las películas: chico y chica se conocen, se enamoran y viven felices «hasta que la muerte los separe». O que, tras superar grandes dificultades, todo termina con un «felices para siempre». Estas fantasías, alimentadas por la literatura, la música y, sobre todo, el cine, capturan la imaginación de millones de personas con profundas carencias emocionales. Por eso buscan desesperadamente a su «media naranja», convencidas de que encontrarán en ella la salvación definitiva.

Sin embargo, la realidad de la vida en pareja es muy distinta. La cotidianidad de cualquier relación no se parece en nada a lo que describen las películas. En toda relación íntima no sólo emerge lo «mejor» de las personas, sino también lo más complejo, doloroso y neurótico. El amor saca a la luz todo: tanto lo consciente como lo inconsciente de los individuos. Y aquí está la sorpresa: nadie nos habla de ese inconsciente, aunque éste se interpone y sabotea inevitablemente las relaciones de pareja, convirtiendo muchas en un auténtico drama. El drama de dos supuestos adultos que, en el fondo, son dos niños desesperados reclamándose amor el uno al otro.

Como casi nadie se preocupa por conocer su inconsciente, y mucho menos el de su pareja, muchas personas quedan atrapadas en un ciclo de quejas, acusaciones y conflictos permanentes. O recurren a la infidelidad, o buscan sin cesar a esa pareja «definitiva» que los hará felices. Como bien explicó Erich Fromm en su imprescindible libro *El Arte de Amar*, la mayoría piensa que «no tienen nada que aprender acerca del amor». Por eso, a pesar de sus grandes expectativas, la felicidad nunca llega. Y muchos, desilusionados, terminan culpando al otro sexo, a su mala suerte, a la vida o incluso negando que el amor exista.

Pero el amor sano, nutritivo y capaz de hacernos felices **sí existe**. Aunque no es lo que tantas personas imaginan. El amor no es un sentimiento pasajero, sino una actitud, una forma de relacionarse que sólo pueden desarrollar quienes han alcanzado cierto grado de madurez emocional. Esas personas, que han aprendido a conocerse interiormente y a «domesticar» sus demonios infantiles (como la avidez, la desesperación o el ansia de control), son capaces de empatizar, respetar y comunicarse con realismo y cariño. En estas relaciones no hay ilusiones de ser «salvados» por el otro. Ambos se necesitan emocionalmente, pero conservan su autonomía psíquica, y esa independencia les permite construir una relación sólida y repararla cuando sea necesario.

La idealización del amor, tan común en millones de personas, no es más que un reflejo de sus enormes carencias afectivas y, en consecuencia, de su incapacidad para amar realmente.

Volviendo a las palabras de Erich Fromm, lo resumió magistralmente: *»El amor es la preocupación activa por la vida y el crecimiento de lo que amamos»*. Por eso, la única manera de aprender a amar es enfrentarse y superar los obstáculos psicológicos —conscientes e inconscientes— que nos impiden a

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