
Observo últimamente en los supermercados una escena que se repite con frecuencia: muchas mamás, visiblemente cansadas, preguntan con cierto fastidio a sus hijos pequeños: «A ver… ¿qué quieres para comer?» Como si el niño, con su limitada experiencia y capacidad de decisión, pudiera asumir la responsabilidad de elegir rápidamente entre los centenares de productos expuestos. Tal vez algunas madres crean, influidas por la mentalidad actual, que este tipo de preguntas fomenta la «autonomía» de sus hijos. Pero, al analizarlo más a fondo, parece que la realidad es mucho más compleja.
Ante todo, es importante recordar que, como mamíferos, nuestro primer vínculo afectivo con el mundo es oral. Desde el momento en que nacemos, establecemos esta conexión a través del alimento: el pecho materno, la leche. Este acto primario no solo satisface nuestra necesidad de nutrición, sino que también construye una sensación de seguridad y amor. Incluso en la vida adulta, la comida sigue siendo una de las formas principales de expresar afecto hacia los demás. Cuando compartimos una comida con alguien o cocinamos para ellos, el mensaje implícito es claro: «te estoy cuidando, te quiero». Esta íntima relación entre el alimento y el amor nos acompaña toda la vida, influyendo en nuestra forma de relacionarnos con los demás y con nosotros mismos.
Por eso, nuestras relaciones con la comida suelen reflejar nuestros estados emocionales y conflictos internos. Cuando el amor escasea o nos sentimos abandonados, la comida puede convertirse en un sustituto (como ocurre en casos de bulimia). Por el contrario, cuando nos sentimos rechazados o en conflicto con quienes deberían cuidarnos, podemos negarnos inconscientemente a comer (anorexia). Así, el alimento no es solo una necesidad biológica, sino también una expresión simbólica de cuidado, vínculo y amor.
De este modo, las acciones cotidianas relacionadas con la comida —como hacer la compra, cocinar o servirla— no son meras tareas domésticas. Representan una manifestación directa de cómo cuidamos y expresamos afecto hacia los demás. Por eso, cuando una madre pregunta repetidamente a su hijo «¿qué quieres de comer?» o lo empuja prematuramente a hacerse responsable de cocinar, recoger la mesa, etc., el mensaje que el niño puede recibir, aunque sea de forma inconsciente, es: «No quiero cuidarte» o «No tengo tiempo ni fuerzas para ocuparme de ti». En otras palabras, el niño interpreta este gesto como un signo de abandono emocional: «¡Cuídate tú solo!»
Esta tendencia moderna de buscar que los niños desarrollen «autonomía» tempranamente no es más que un reflejo de la incapacidad emocional de muchos adultos para asumir plenamente su rol de cuidadores. A menudo, esto se debe a sus propias carencias afectivas: si ellos no fueron cuidados de manera adecuada en su infancia, ¿cómo podrán cuidar a sus propios hijos? Además, el ritmo de vida moderno, cargado de estrés y responsabilidades, dificulta aún más que los padres dediquen el tiempo y la energía necesarios para preparar una comida con amor y cuidado para sus pequeños.
Por eso, la madre en el supermercado, la que pregunta apresuradamente «¿qué quieres de comer?», no es simplemente alguien que fomenta la autonomía de su hijo. Es una mujer probablemente agotada, abrumada por sus propias carencias y preocupaciones. Quizás desde niña ha sentido la falta de un afecto genuino, y ahora, con prisas y una mirada que parece necesitar salir de ahí cuanto antes, repite sin querer este patrón emocional. Mientras tanto, el niño, pequeño y frágil, se queda solo ante la tarea de decidir algo que no debería corresponderle. La última escena que observé me conmovió profundamente: un niño flaco y silencioso, con una mirada tristísima, vagaba por los pasillos buscando una respuesta entre las interminables estanterías de productos, incapaz de encontrar el consuelo y la seguridad que solo una figura adulta podría ofrecerle.
Si queremos criar niños emocionalmente fuertes, seguros y felices, debemos ser conscientes de la importancia de estas pequeñas acciones cotidianas. Cuidar, nutrir y decidir por ellos en las etapas adecuadas no es sobreprotección, es amor. Porque la verdadera autonomía no se fuerza, se construye sobre la base de un cuidado afectuoso y consistente que les permita, cuando estén listos, caminar solos por el mundo con confianza y seguridad.
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