El terapeuta sufre a menudo con sus pacientes, pero soporta ese sufrimiento porque cree en el valor de su oficio y en el amor que puede ofrecer a quienes lo necesitan. Sin embargo, no todo esfuerzo en terapia da resultados. Hay ocasiones en las que, por más que el terapeuta intente conectar con el paciente, el proceso no avanza ni genera los cambios esperados. Este es el caso de los clientes narcisistas, quienes, desde mi experiencia y lamentablemente, suelen ser mayormente mujeres en las consultas que he atendido.

La mujer narcisista se presenta con una actitud que refleja una personalidad fuerte y dominante. Va por el mundo «pisando fuerte», y esa misma energía la trae consigo a la terapia. Desde el primer momento intenta imponer el qué, cuándo y cómo deben darse las cosas en las sesiones, asumiendo que el terapeuta está ahí para cumplir sus deseos y necesidades. Para ella, la terapia no es un espacio de aprendizaje y transformación mutua, sino un recurso que debe «controlar». Esto provoca que perciba al terapeuta no como un guía empático, sino como un servidor que debe ajustarse a sus demandas. Esta actitud defensiva y manipuladora suele dificultar la creación de un vínculo terapéutico genuino.

En la mayoría de los casos, estas pacientes no acuden a terapia para conocerse mejor ni para reflexionar sobre su papel en sus problemas, sino para quejarse de sus parejas masculinas. Buscan validación en el terapeuta, un aliado que les dé la razón y las ayude a «cambiar» a su pareja según sus expectativas. Cuando el terapeuta intenta cuestionar esta narrativa y les invita a examinar su propia responsabilidad en los conflictos, estas mujeres reaccionan con enfado o resistencia. Algunas incluso ocultan a sus parejas que están en terapia, a pesar de usar recursos compartidos para pagarla, reforzando así su control unilateral sobre la relación.

Las mujeres narcisistas están profundamente convencidas de que no tienen nada que aprender ni mejorar. Para ellas, la culpa de sus problemas recae siempre en los demás. Esta falta de autocrítica y empatía las hace impermeables a la terapia. A menudo mienten, tergiversan los hechos, manipulan al terapeuta con halagos o quejas, e intentan controlar el proceso con demandas constantes, como cambios de horarios o correos extensos y abusivos. Este patrón defensivo y controlador refuerza su incapacidad para abrirse emocionalmente, confiar y trabajar en sus heridas.

Este tipo de pacientes suelen padecer grandes sufrimientos internos. Muchas reportan síntomas como ansiedad severa, episodios depresivos, celos intensos, explosiones de ira e incluso conductas autodestructivas. Algunas llegan con diagnósticos psiquiátricos previos que usan como justificativo para evitar el cambio. Sin embargo, detrás de estas conductas extremas y su actitud demandante, subyacen infancias marcadas por el dolor y la carencia emocional. El narcisismo, lejos de ser su problema principal, es su mecanismo de defensa: la solución que encontraron para sobrevivir a su vulnerabilidad emocional. En consecuencia, este modo de vida narcisista las lleva a reclamar continuamente atenciones, favores y cuidados de quienes las rodean sin ofrecer casi nada a cambio. Cuando no logran satisfacer estas demandas, su sufrimiento aumenta, lo que las lleva a buscar terapia, no para cuestionarse, sino para encontrar maneras de influir o cambiar a los demás.

Por fortuna, no todos los narcisismos son tan extremos. Hay casos en los que, con paciencia y empatía, el terapeuta encuentra «ventanas» o pequeñas puertas hacia el corazón del paciente. Estas aperturas permiten que el paciente salga de sí mismo y comience a tender la mano al terapeuta. En esos casos, el proceso terapéutico puede ser profundamente transformador y gratificante para ambas partes. Cuando el narcisismo no es tan rígido, es posible trabajar juntos para desmantelar sus defensas y reconstruir una identidad más empática y conectada con los demás.

La terapia con pacientes narcisistas es un desafío complejo. Requiere del terapeuta un equilibrio constante entre la firmeza y la compasión, y a menudo implica lidiar con resistencias que ponen a prueba su propia estabilidad emocional. Sin embargo, cuando se logra superar estas barreras, el proceso puede convertirse en una experiencia profundamente enriquecedora, tanto para el paciente como para el terapeuta.

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