
La psiquiatría define la depresión como un trastorno que involucra una variedad de síntomas, como la tristeza persistente, la pérdida de interés o disfrute, la fatiga, los sentimientos de inutilidad o culpa, pensamientos suicidas, entre otros. Ahora bien, ¿de dónde proviene esta condición? ¿Cómo es que una persona llega a experimentar una depresión que se vuelve crónica o duradera? Para entenderlo, es crucial conocer la historia personal de esa persona, tanto en los últimos años como, en algunos casos, desde su niñez.
Es un hecho conocido que, al igual que el cuerpo necesita alimento y aire para sobrevivir, el corazón necesita amor. El psicólogo estadounidense René Spitz, al estudiar hospitales y orfanatos, evidenció que los bebés que son separados de sus madres al principio responden con llanto y angustia. Posteriormente, sufren resignación, tristeza, pérdida de apetito y, si la ausencia materna persiste, se desarrollan problemas aún más graves, como la regresión del lenguaje, el estancamiento físico y la mayor vulnerabilidad a enfermedades. Esta condición se conoce como depresión anaclítica, que en algunos casos puede llevar a la muerte.
Esto muestra la profunda importancia del amor en el desarrollo humano.
Por lo tanto, en mi opinión, la depresión, o la tendencia hacia ella, generalmente es el resultado de un vacío emocional, una especie de «hambre emocional» que se acumula a lo largo de los años. Luego, pueden aparecer factores desencadenantes como fracasos económicos, problemas amorosos o la muerte de seres queridos. Además, ciertas personalidades, como las personas emocionalmente bloqueadas, las que experimentan gran ira o las que son solitarias e insatisfechas con su vida, también pueden ser más propensas a sufrir depresión. Sin embargo, es esa necesidad emocional insatisfecha, particularmente cuando lleva mucho tiempo, lo que finalmente «derrumba» el equilibrio emocional de una persona.
Un aspecto que dificulta la comprensión del deprimido es su tendencia a negar sus sentimientos y sufrimientos. A menudo, busca «olvidar» muchas de sus frustraciones internas, incluidas las relacionadas con sus propios padres. A veces no quiere aceptar que sus padres no le brindaron todo el amor que necesitaba, o que su pareja no lo quiere como desea, o que sus amigos no son tan cercanos como parece. Incluso, el deprimido puede sentir que su terapeuta no lo comprende completamente. Pero si ni el mismo deprimido ni las personas cercanas a él logran identificar su hambre emocional, ¿cómo podrían ayudarlo a satisfacer esa necesidad real?
Alice Miller, psicóloga y escritora, afirma que «la depresión es el arte de engañarse a uno mismo». El deprimido, como toda persona neurótica, tiende a mentir, tanto a sí mismo como a los demás. Este comportamiento se da para evitar el sufrimiento, no debemos olvidarlo. Por eso, en mi opinión, la mejor forma de tratar a una persona deprimida es brindarle apoyo y animarla a expresarse, a compartir esas emociones profundas que nunca ha revelado. Esto no es fácil, ya que la depresión, al igual que cualquier otro síntoma neurótico, tiene «beneficios» implícitos: por ejemplo, la persona deprimida recibe atención y cariño, algo que podría no lograr de otras maneras. Sin embargo, también es rechazada inconscientemente cuando se le dan consejos como «¡Ánimo!», «¡No es para tanto!» o «¡Sal más!». Estas frases solo profundizan la sensación de incomprensión y tienden a perpetuar la depresión.
Solo cuando un terapeuta empático logra transmitir confianza y comprensión, el deprimido podrá poco a poco salir de su aislamiento emocional. Este proceso lleva tiempo y paciencia, y aunque los resultados pueden variar según el caso, lo que sí es cierto es que la persona puede llegar a sentirse mucho más equilibrada y feliz que antes.
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