
Algunas madres me escriben para contarme los «problemas» de sus hijos. Lo hacen con lujo de detalles, claramente influenciadas por los especialistas y el discurso social predominante. Hablan de conductas, pautas, medicamentos, diagnósticos, incluso de posibles factores genéticos. Sin embargo, cuando les pregunto por las relaciones familiares, por los afectos que circulan en casa, por las necesidades emocionales o carencias de cada miembro de la familia, la reacción más habitual es el desconcierto. No saben a qué me refiero. Se quedan calladas o, en muchos casos, pasan rápidamente a la defensiva:
«¡Nos matamos a trabajar para darle lo que necesita! ¿Qué más quiere?»
Este tipo de respuestas reflejan una concepción ampliamente difundida pero profundamente errónea sobre los niños (y los seres humanos en general): la idea de que somos entes aislados, independientes de nuestro entorno emocional, a los que simplemente «les pasan cosas». En esta visión, los niños «salen» buenos, malos, rebeldes, inteligentes, problemáticos o cariñosos, como si dependiera de un capricho genético o de una suerte de lotería universal que nadie puede alterar.
Pero no puede haber mito más tramposo. Es evidente que, **según es el árbol, así son sus frutos**. Y según se cuida el jardín, así florecen las plantas. Negar algo tan básico en el desarrollo humano solo puede explicarse por el terrible descuido emocional que, a su vez, millones de padres han sufrido en su propia infancia. Es una tragedia transgeneracional que perpetúa un ciclo de desconexión emocional y malentendidos.
La realidad, aunque dolorosa para muchos, es muy simple: **todo «niño difícil» es siempre un hijo del desamor, el miedo, la ira, el rechazo, el desamparo o la culpa.** No hay más. Los comportamientos que tanto preocupan no son más que síntomas de un corazón roto, de una necesidad profunda e insatisfecha de conexión emocional. Sin embargo, en lugar de abordar estas causas fundamentales, la sociedad y muchos profesionales de la salud mental siguen obsesionados con soluciones superficiales: etiquetas diagnósticas, tratamientos farmacológicos o rígidas estrategias de conducta.
Mientras continuemos negando estas verdades tan básicas, no solo habrá más «niños difíciles», sino también más «adultos difíciles». Seremos una sociedad llena de personas que, en su infancia, nunca encontraron un refugio emocional seguro, un lugar donde pudieran reposar su cabeza en un hombro afectuoso, sin miedo ni condiciones.
Y es que somos mamíferos humanos. Somos seres profundamente sociales y emocionales. Sin amor, sin contacto, sin afecto genuino, nos rompemos. No importa la edad, ni el contexto. Un corazón sin alimento emocional no puede prosperar.
Por eso, no basta con «darles todo» a los niños en términos materiales. No basta con trabajar hasta el agotamiento para pagarles los mejores colegios, las actividades más estimulantes o los juguetes más costosos. Lo que necesitan, por encima de todo, es amor. Necesitan presencia, escucha, empatía, contención. Necesitan sentir que importan no por lo que hacen, sino simplemente por lo que son.
Si seguimos ignorando esta verdad tan evidente, seguiremos criando generaciones de personas heridas, desconectadas de sí mismas y de los demás. Cambiar este paradigma es posible, pero requiere valentía, autocrítica y, sobre todo, amor incondicional. Porque al final del día, si un niño —o incluso un adulto— nunca encuentra un hombro afectuoso donde reposar su cabeza, se rompe. Así de simple. Y así de importante es cuidar el alma humana desde sus primeros años.
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