
Una madre y su bebé de unos diez meses viajan en tren. La mujer, totalmente ausente, mira distraídamente en todas direcciones… excepto a su hijo. Él, sentado en su cochecito, intenta llamar su atención: le agarra el pantalón, se revuelve, da grititos, busca su rostro con ansias… Pero ella no le presta la menor atención. El bebé, frustrado, aumenta sus protestas: se retuerce, lanza más sonidos, agita sus manos. Desesperado, finalmente tira al suelo la galleta que estaba comiendo. Sólo entonces consigue que su madre lo mire, pero su respuesta no es la que él esperaba. Furiosa, ella grita:
– ¡Mira que te portas mal! ¡Mira que eres malo! –exclama mientras le limpia con brusquedad las babas y le recoloca el suéter con evidente irritación.
Este es un caso real. Uno entre millones. Una escena cotidiana que representa el drama silencioso de muchos niños que, siendo simplemente niños, sólo desean ser vistos, escuchados, atendidos, queridos. Su hambre de amor es tan grande, tan desesperada, que ni siquiera les importa ser tratados con brusquedad, gritos o golpes, si eso les garantiza al menos un instante de atención. En su pequeña mente, todo vínculo, incluso el doloroso, parece mejor que la indiferencia. Y así, sin saberlo, comienzan a asociar el amor con el conflicto, el cariño con el maltrato, la presencia emocional con el sufrimiento. Un vínculo devastador que los marcará para siempre.
Es una realidad tan evidente, tan directa, que resulta desconcertante cómo puede ser ignorada por tantos padres, educadores, psicólogos e incluso terapeutas de adultos. En lugar de mirar más allá del comportamiento, de explorar las raíces de ese grito silencioso que es cada síntoma, se limitan a culpar a los niños o pacientes por lo que hacen o sienten: “Este chaval es inconstante”; “esta joven es demasiado agresiva”; “esta mujer no respeta a nadie”; “este hombre es insoportable”… Y así, la desesperación de millones de seres humanos, que solo buscan inconscientemente atención, aprecio, valoración, sigue sin ser reconocida. Nadie los escucha de verdad. Nadie los comprende.
Es un bucle sin fin. Un círculo vicioso que se perpetúa de generación en generación. Mientras tanto, los afectados son etiquetados, apartados, e incluso «tratados» por métodos que intentan moldearlos para que se ajusten a las expectativas sociales. Si sus comportamientos se desbordan, no faltará quien recomiende la intervención de psiquiatras, terapeutas conductuales o, en casos extremos, incluso de la Policía. Todo “por su propio bien”. Pero el problema sigue ahí: los síntomas, la angustia, el hambre de amor que subyace a todo esto, permanecen invisibles e ignorados.
En esta sociedad, parece darse por hecho que todos los padres, por el simple hecho de serlo, tienen la razón. Que sus acciones, por equivocadas o dañinas que sean, no deben cuestionarse. Y es por eso que la responsabilidad del sufrimiento recae siempre sobre las víctimas, no sobre los sistemas familiares que las han dañado. La psicología dominante, al servicio de esta lógica, muchas veces se limita a ser un manual de domesticación. Su meta no es aliviar el dolor, ni sanar heridas, ni fomentar la libertad y la felicidad. Su objetivo es claro: hacer que las personas “se porten bien”, que no molesten, que no incomoden ni a sus padres ni a la sociedad.
«Tu sufrimiento, tus necesidades, tus sentimientos no interesan. ¡Limítate a ser como esperamos que seas!». Este es el mensaje implícito que reciben miles, quizás millones, de niños y también adultos en todo el mundo. Pero ¿acaso no está claro? Todos los síntomas neuróticos –la ansiedad, la depresión, las adicciones, las obsesiones, los problemas de personalidad– son simplemente distintas formas de expresar este hambre básica de amor. Son gritos del alma que claman por lo que no tuvieron. Cada uno de esos síntomas habla del fracaso integral de una familia, del abandono emocional, de un maltrato que fue constante pero invisible. Sin embargo, el mundo sigue mirando hacia otro lado.
Así, millones de niños pequeños, y también millones de adultos, siguen esperando durante años, a veces décadas, que por fin alguien los vea, los escuche, los valore, los tranquilice, los acoja… como debieron haberlo hecho unos padres que nunca supieron, o pudieron, estar ahí para ellos.