Sabemos que los padres neuróticos causan daños a los niños. Sin embargo, la magnitud y la forma de estos daños varían considerablemente según el número de hijos y la posición que cada uno ocupa dentro de la familia. No es lo mismo ser hijo único que tener varios hermanos, ni ser el mayor, el mediano o el menor. Tampoco es igual ser el hijo «favorito» que ser etiquetado como la «oveja negra». Ni haber nacido en una etapa de felicidad y estabilidad de los padres, que hacerlo cuando ya no se soportaban. Estas diferencias generan dinámicas que «reparten» y diversifican los conflictos familiares, afectando a cada niño de manera única.

Por ejemplo, atendiendo únicamente a la edad, el primer hijo suele experimentar la llegada del segundo como un «destronamiento». Pierde la exclusividad del cariño y la atención de los padres, lo que puede generar en él sentimientos de celos y competencia. Por su parte, el segundo hijo suele envidiar al mayor porque lo percibe como más «fuerte», más «capaz» o incluso más «querido» por los padres. En el caso del tercero, puede ser el más consentido por ser el «benjamín» de la familia, pero este privilegio a menudo lo deja con un sentimiento de soledad e incomprensión, ya que no siempre encuentra su lugar en la estructura familiar.

Cuando hay varios hermanos, los mayores suelen asumir roles de cuidado hacia los menores, lo que puede generar resentimientos, especialmente si sienten que se les ha impuesto una responsabilidad que no les corresponde. A su vez, los menores pueden crecer con la sensación de ser «sobrantes» o de vivir a la sombra de sus hermanos mayores. En familias con padres separados, o cuando hay hermanastros, las dinámicas se complican aún más, surgiendo rivalidades, alianzas y conflictos derivados de las diferencias en los vínculos parentales.

Estas dinámicas hacen evidente que la neurosis parental (manifestada a través de dominio, favoritismos, negligencias, malos tratos, manipulaciones…) y sus consecuencias emocionales (miedos, odios, celos, envidias, bloqueos…) se distribuyen de manera desigual entre los hijos. Los menos nutridos por el amor de sus padres y/o excluidos de las alianzas entre hermanos tienden a ser los más vulnerables emocionalmente. Estas «ovejas negras» de la familia suelen convertirse en chivos expiatorios, cargando con las tensiones familiares y siendo vistos como los más «problemáticos» o «raros».

Los demás miembros de la familia, muchas veces de manera inconsciente, tienden a unirse en defensa contra estas ovejas negras, reforzando su aislamiento y perpetuando su papel de marginados. Con el tiempo, estas personas pueden desarrollar problemas psicológicos significativos y necesitar ayuda terapéutica, aunque, paradójicamente, casi nadie en la familia comprende realmente el origen de su sufrimiento.

En resumen, podemos observar que:

1. **La mayoría de padres, consciente o inconscientemente, tratan de forma diferente a cada hijo.** Esto no siempre se debe a favoritismos conscientes, sino a la interacción de múltiples factores.
2. **Cuantos más hermanos hay, menos afectos y atenciones recibe cada uno de los padres.** La energía emocional y física de los progenitores se diluye al dividirse entre más hijos.
3. **Las diferencias de trato dependen de diversos factores**, como:
a) El sexo de cada hijo.
b) La edad y la diferencia de años entre hermanos.
c) Las circunstancias particulares de cada crianza, como el nivel de vínculo afectivo de los padres, la situación económica y sociolaboral, la salud física o emocional de los progenitores, y la calidad de la relación entre ellos.
4. **Los hijos que no se alinean o no se someten a la neurosis familiar son con frecuencia convertidos en ovejas negras.** Esto los expone a mayores tensiones y suele derivar en dificultades psicológicas más evidentes.

¿Cómo mejorar estas dinámicas familiares? La solución, aunque sencilla en teoría, es compleja en la práctica: más amor y más consciencia.

El amor, entendido como un esfuerzo genuino por atender las necesidades emocionales de cada miembro de la familia, sin favoritismos ni juicios. La consciencia, como un ejercicio de autoconocimiento que nos permita identificar y abordar nuestras propias heridas emocionales antes de proyectarlas sobre nuestros hijos.

Esta tarea, aunque desafiante, puede llevarse a cabo con ayuda profesional cuando sea necesario. La terapia no solo nos permite sanar como individuos, sino que también nos capacita para criar a nuestros hijos desde un lugar más equilibrado y afectuoso. Al transformar nuestras propias dinámicas emocionales, damos a nuestros hijos la oportunidad de crecer en un entorno más saludable y lleno de amor genuino.

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