Una noticia de 2012 aseguraba que «La violencia de los hijos hacia sus padres ha crecido en Cataluña un 55%». En una entrevista de radio, una policía de la “Unidad de atención a las víctimas de violencia machista y doméstica» y una psiquiatra infantil del Instituto de Neuropsiquiatría y Adicciones del Hospital del Mar discutieron este alarmante fenómeno. Ambas coincidieron en que es una situación muy dolorosa y que las familias suelen esperar hasta el último momento para denunciar, ya que hacerlo es reconocer, en gran medida, un fracaso como padres. Hasta aquí, todo parecía razonable. Sin embargo, cuando se les preguntó sobre las causas de esta violencia filial, sus respuestas fueron preocupantes: «son hijos consentidos, de padres que no saben poner límites, y cuando se trata de un varón que pega a la madre, estamos ante un caso de violencia machista».

¡Es increíble escuchar algo así! Estas respuestas, que simplifican de manera alarmante un problema tan complejo, demuestran una falta total de interés por comprender —y, en consecuencia, prevenir o solucionar— las raíces de la violencia filial. En lugar de abordar las dinámicas familiares de forma integral, se limita el análisis a etiquetas y prejuicios que, lejos de ayudar, perpetúan el problema. Al parecer, la prioridad social no es ayudar a los hijos ni a las familias, sino controlar, reprimir y castigar, incluso si eso implica que los padres entreguen a sus propios hijos a la policía. ¿Puede haber algo más desgarrador para un hijo que sentirse traicionado y «sacrificado» por sus propios progenitores? Me pregunto, además, si este camino de criminalización unilateral abrirá la puerta a un infierno aún mayor: ¿veremos a hijos denunciando a sus padres, hermanos a hermanos, abuelos a nietos? ¿Es esta la dirección en la que queremos que evolucionen las relaciones familiares?

Un ejemplo que ilustra este enfoque equivocado es el programa de televisión «Hermano mayor». En este lamentable espacio, jóvenes extremadamente agresivos con sus familias son llevados ante un coach que, supuestamente, los ayuda a «reformarse». Pero si prestamos atención, lo que se revela en cada episodio es la insoportable desesperación de estos adolescentes, que no han recibido amor, comprensión ni respeto de sus familias. Todo su comportamiento agresivo es, en realidad, una manifestación de una herida emocional profunda. Sin embargo, el programa ignora esto y se enfoca únicamente en reprender y controlar al joven, mientras las demandas legítimas de escucha y atención son desestimadas con indiferencia, reproches y desprecio. Es un espectáculo de crueldad disfrazado de ayuda. ¿Quiénes son, entonces, las víctimas reales? ¿Y quiénes los verdugos?

La violencia de los hijos hacia sus padres no surge de la nada. No podemos hablar de adolescentes agresivos sin antes hablar de niños que han sido negados, ignorados y humillados. Sólo los seres profundamente heridos se vuelven peligrosos. Antes de señalar a los jóvenes, deberíamos examinar con rigor la actuación de los padres, las dinámicas familiares y el entorno social. ¿Quiénes son realmente responsables de sembrar las semillas de este caos? ¿Por qué estas «legiones de especialistas» parecen estar más interesadas en imponer control que en brindar verdadera ayuda y comprensión? No podemos ignorar que muchos de estos hijos «violentos» son el resultado directo de décadas de incompetencia, negligencia y malos tratos por parte de padres que, en demasiados casos, ni siquiera deberían haber asumido el rol de cuidadores.

Por supuesto, es imprescindible tomar medidas contra la violencia familiar en todas sus formas. Pero enfocarnos exclusivamente en las conductas visibles sin analizar las causas subyacentes es un error colosal. La verdadera denuncia debería ir dirigida a la inconsciencia y la incompetencia parental, a la ceguera de una sociedad que tolera y perpetúa los innumerables horrores que sufren los niños desde el momento en que nacen. La violencia no se origina en el vacío. Es la respuesta desesperada de quienes han sido heridos una y otra vez.

Necesitamos un cambio profundo en cómo entendemos y abordamos la violencia familiar. Más que controlar o castigar, debemos centrarnos en educar a los padres, fortalecer los lazos familiares desde el respeto y el amor, y crear entornos donde los niños puedan crecer emocionalmente sanos. Todo lo demás es, como siempre, una hipocresía social que ignora el dolor y perpetúa el horror.

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