Los duelos no siempre llegan vestidos de luto. Muchas veces pensamos el duelo únicamente en relación a la muerte, como si solo allí existiera la pérdida verdadera. Sin embargo, la vida cotidiana nos muestra que el duelo se esconde en múltiples rincones: en una separación amorosa, en el fin de un trabajo, en mudarse de ciudad, en la ruptura de una amistad, en dejar atrás una etapa que parecía eterna. Son pérdidas que no siempre sabemos nombrar, pero que dejan marcas silenciosas en el cuerpo, en los hábitos, en la forma de mirarnos a nosotros mismos y a los demás.

Lo complejo es que la mayoría de estas pérdidas no vienen acompañadas de un ritual social claro. Cuando alguien muere, la cultura nos da un marco: velorios, abrazos, palabras de consuelo. Pero cuando lo que perdemos es una relación, un empleo, un proyecto o incluso una versión de nosotros mismos, lo que sentimos queda muchas veces invisibilizado. Ahí es donde el duelo se vuelve solitario: no porque no haya dolor, sino porque no encuentra dónde alojarse.

Y cuando ese dolor no encuentra lugar, suele repetirse. El psicoanálisis nos enseña que lo que no puede elaborarse retorna. Lo inconsciente insiste. Una separación mal transitada puede reaparecer en la elección de nuevas parejas que nos llevan al mismo callejón. Un trabajo perdido puede resonar en la dificultad para sostener otros proyectos. Una mudanza no elaborada puede transformarse en nostalgia constante, como si nunca pudiéramos habitar del todo el presente. En esas repeticiones, el sufrimiento se vuelve circular: parece que siempre caemos en la misma escena, como si la vida estuviera escrita de antemano.

Pero no es destino. Es señal. Cada repetición es una invitación inconsciente a mirar lo que no fue dicho, a escuchar lo que quedó pendiente, a darle palabras a lo que todavía duele. El duelo, en ese sentido, no es solo la tristeza por lo que se perdió, sino también la posibilidad de transformar esa pérdida en un nuevo comienzo. Elaborar un duelo no significa olvidar ni «pasar página» rápidamente. Significa integrar lo vivido, darle un lugar en la historia, reconocer lo que cambió y habilitar la posibilidad de algo distinto.

La terapia es justamente un espacio para ese trabajo. No para borrar lo que pasó, sino para construir con ello. Poder decir lo que duele abre caminos inesperados: lo que parecía ser una herida que nos condenaba puede volverse una cicatriz que nos acompaña sin determinarnos. La diferencia entre una herida y una cicatriz es el tiempo y la palabra: el tiempo de procesar y la palabra de poner en juego lo vivido.

Pensá en una separación amorosa. Muchas veces lo que más duele no es solamente la ausencia del otro, sino la caída de las expectativas, los proyectos compartidos, la imagen de futuro que ya no será. Elaborar ese duelo es también poder resignificar quién soy yo sin ese vínculo, qué deseo ahora, qué partes mías quedaron atrapadas en esa relación y necesitan liberarse.

O en el fin de un trabajo. A veces creemos que solo perdemos un sueldo, pero en realidad se pone en juego mucho más: la rutina, el lugar social, la identidad que se construía alrededor de esa tarea. No elaborar ese duelo puede dejarnos atrapados en la sensación de inutilidad, en la angustia de no encontrar lugar, en la comparación constante con lo que ya no está.

Las mudanzas y cambios de ciudad también son duelos. Dejamos atrás calles conocidas, amigos cercanos, costumbres pequeñas que parecían obvias. Nos enfrentamos al desarraigo, a la sensación de no pertenecer del todo. Y si no podemos poner en palabras esa pérdida, muchas veces la nostalgia se vuelve un modo de vida.

Por eso es tan importante abrir un espacio para hablar de estos duelos invisibles. Porque al ponerlos en palabras dejan de ser fantasmas que nos persiguen y se convierten en experiencias que podemos atravesar. No se trata de «superar» rápido ni de forzarse a estar bien, sino de darse tiempo y lugar para transitar el dolor y transformarlo en otra cosa.

El duelo es, al fin y al cabo, un proceso humano y vital. Es señal de que algo nos importó, de que algo tuvo sentido en nuestra vida. Elaborarlo no significa borrar ese sentido, sino darle un nuevo lugar para que no nos condene a repetir siempre lo mismo.

Si estás atravesando una pérdida —una separación, un cambio laboral, una mudanza, un proyecto que terminó o la muerte de alguien querido—, no tenés por qué hacerlo en soledad. La terapia puede ser ese espacio donde lo repetido empieza a desplegarse en palabras, donde el dolor se transforma en posibilidad y donde lo que parecía destino se abre a un nuevo comienzo.

Hablar no resuelve todo de inmediato, pero abre una puerta. Y a veces, empezar a hablar es el primer paso para volver a habitar la vida de otra manera.

Por:

Lic. Ramiro Schlebusch

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