
Algunos dicen que los recuerdos no son fiables porque, en general, y también en psicoterapia, nuestra memoria inventa, borra o distorsiona inconscientemente ciertos hechos del pasado. Y es verdad, porque todo lo psíquico está sujeto al poder de las emociones y las psicodinámicas inconscientes. Si no fuera así, las personas seríamos meras grabadoras sin sentimientos, simples dispositivos de almacenamiento de datos sin alma. La memoria humana no funciona como una cámara fotográfica; más bien, se parece a un pintor que, al crear una imagen, mezcla colores, añade sombras y resalta ciertos detalles según lo que le emociona o le inquieta.
Sin embargo, lo que no se dice con suficiente claridad es que, al menos en psicoterapia, la cuestión no es dictaminar, como si se tratara de un juicio, la verdad «objetiva» de un suceso –cosa que, por cierto, ni siquiera logran periodistas ni historiadores con todas sus herramientas–. El objetivo no es validar los hechos tal como ocurrieron, sino explorar la realidad subjetiva del sujeto, es decir, aquello que él recuerda, cómo lo vivió y, sobre todo, cómo lo padece. En última instancia, su versión del pasado es lo único con lo que contamos para trabajar. Pero, afortunadamente, al analizar esta versión de forma minuciosa, como analizamos síntomas, conductas, emociones y patrones de relación, podemos no sólo ayudar al paciente a comprender y aliviar sus conflictos internos, sino también, con el tiempo, destapar gradualmente algunos posibles «errores» en su memoria.
En realidad, según mi experiencia, las personas, más que «inventar o deformar» situaciones dolorosas, suelen olvidarlas. Es un mecanismo de defensa clásico, una estrategia de supervivencia del cerebro para protegernos del impacto emocional de ciertos eventos traumáticos. Por ejemplo, muchos hombres y mujeres que fueron maltratados por sus padres sufren una especie de «apagón» mental: no recuerdan casi nada de ciertos períodos de su vida, a veces durante muchos años. O bien, sus recuerdos son solo pálidas imágenes, muy normalizadas e incluso idealizadas de lo ocurrido. Pero aquí surge una pregunta clave: si una persona no tiene memoria consciente ni indicios claros de haber vivido sucesos traumáticos, ¿qué motivos tendría para –como sugieren algunos– «inventarlos»? Salvo casos excepcionales, las víctimas de maltrato parental no fabulan sobre sus heridas; muy al contrario, tienden a reprimir, olvidar, idealizar, minimizar e incluso justificar a sus padres como un medio inconsciente para protegerse del dolor.
Por eso, muchas terapias con estas personas resultan tan difíciles. Antes de trabajar sobre el dolor en sí, hay que atravesar capas de negación, culpa, racionalización e incluso miedo a traicionar a los padres al reconocer lo que realmente sucedió. El paciente no solo enfrenta su historia, sino también la enorme presión cultural que insiste en santificar a los progenitores y en mantener el Cuarto Mandamiento a toda costa.
Lo que hacen, en mi opinión, muchas personas que niegan o relativizan la memoria y el dolor de quienes han sufrido maltrato es, básicamente, invalidar su experiencia. Es como si les dijeran: «No te creo. Deja de quejarte, de señalar a tus padres como responsables. Ellos son inocentes, hicieron lo que pudieron. Cállate, supera el pasado, conviértete en una persona normal y no des más problemas». En otras palabras, estas actitudes no son más que manipulaciones para perpetuar el silencio, un eco del Cuarto Mandamiento infiltrado incluso, lamentablemente, en las consultas de demasiados psicoterapeutas.
Sin embargo, en psicoterapia auténtica, lo importante no es juzgar si un recuerdo es «real» en términos absolutos, sino comprender cómo esa memoria impacta al paciente en su presente. Porque, al final, no importa tanto lo que ocurrió, sino cómo fue vivido y qué cicatrices dejó en el alma. Solo cuando se valida la realidad subjetiva del paciente, este puede comenzar a sanar y, desde ahí, reinterpretar su historia de manera que le permita avanzar hacia una vida más libre y plena.