Durante años, viví atrapada entre dos narrativas poderosas y opuestas sobre lo que significa ser mujer. Por un lado, los mitos tradicionales de la feminidad, que ensalzan una supuesta naturaleza llena de sensibilidad, espiritualidad, amor y sacrificio. Por otro, los mitos feministas, que describen a las mujeres como víctimas perpetuas de un sistema opresor, explotador y agresivo. Me sumergí profundamente en esta última visión, al punto de participar activamente en círculos feministas y colaborar en una revista vinculada a un partido político. Sin embargo, algo me incomodaba profundamente en aquel ambiente.

Con el tiempo, comprendí que lo que me repelía era la agresividad con la que muchas mujeres feministas expresaban sus ideas. Todo lo relacionado con lo «feminista» parecía tener una importancia desproporcionada, como si no existieran otros problemas en el mundo igual de urgentes. Sentí que se fomentaba un discurso centrado únicamente en la mujer, al punto de convertir al hombre en un enemigo o en un ser irrelevante. Empecé a hacerme preguntas: ¿Cómo trataban aquellas mujeres a sus hijos varones? ¿No eran, a veces, ellas mismas responsables de perpetuar los mismos comportamientos que criticaban? ¿No estarían contribuyendo a un círculo vicioso de conflictos entre géneros?

El mito de la feminidad

A lo largo de mi vida personal y profesional, especialmente como terapeuta, descubrí con asombro y dolor que muchos de los tópicos sobre la feminidad no correspondían con la realidad. Muchas mujeres que conocí no eran particularmente sensibles, amorosas o empáticas. Al contrario, encontré en muchas de ellas rasgos egocéntricos, manipuladores, competitivos e incluso agresivos, tanto hacia los hombres como hacia otras mujeres. Parecía que lo que predominaba en su mundo era la búsqueda de dominio y validación, a menudo a través de la apariencia o de la atención constante.

Descubrí también que muchas mujeres hablaban de sus hijos con más críticas que ternura. Se quejaban de ellos, los juzgaban y raramente demostraban comprensión o respeto hacia sus necesidades emocionales. Esto me llevó a identificar un patrón que he llegado a llamar «narcisismo femenino», centrado en una idea básica: «Que todo me complazca, que nada me moleste».

El desprecio hacia los hombres

Uno de los aspectos más perturbadores fue darme cuenta de cuán extendido estaba el desprecio hacia los hombres entre muchas mujeres que conocí. Algunas, abiertamente feministas, hablaban de los hombres como si fueran inferiores o prescindibles. Frases como «los hombres no sirven para nada» o «sólo valen para un rato, después mejor estar sola»eran comunes en reuniones «jocosas» donde se burlaban de ellos. Esto me resultaba profundamente chocante, no sólo porque aprecio y admiro a los hombres en mi vida, especialmente a mi esposo, sino porque el nivel de desprecio hacia ellos no era muy distinto del machismo que estas mujeres afirmaban combatir.

Un círculo de egocentrismo y conflicto

Lo que más me sorprendió fue descubrir cómo estas mujeres, que se enorgullecían de ser «románticas» o «independientes», a menudo no se separaban de las parejas que decían despreciar. Muchas intentaban involucrarme en su discurso anti-hombres, pero al no seguirles la corriente, me acusaban de ser una «marimacho intelectualoide» o me excluían de sus círculos. Aprendí que, para ser aceptada, debía convertirme en un reflejo de sus opiniones. Pero me resistí. Me di cuenta de que, aunque algunos hombres también caen en dinámicas similares, al menos no suelen presumir de ser lo contrario.

El fracaso de los mitos

Con los años, he llegado a creer que tanto los mitos de la «feminidad» tradicional como los del feminismo radical son constructos artificiales que enmascaran una realidad más cruda: el ser humano, independientemente de su género, está atrapado en una lucha de poder. En lugar de promover la empatía y la colaboración, estas narrativas fomentan la división y el odio.

Personas por encima de los géneros

Hoy, ya no me interesa ninguna propaganda que surja del narcisismo o el odio, venga de hombres o de mujeres. Lo que realmente importa no es el género, sino la calidad humana. Hay personas buenas y malas, amorosas o abusivas, y son estas últimas las que perpetúan los conflictos y crean los mitos que nos dividen. Sólo reconociendo estas trampas del ego y del miedo podemos empezar a construir relaciones más sanas.

Mi esperanza está en aquellas personas, hombres y mujeres, que se esfuerzan por superar sus heridas, madurar y construir un mundo basado en el respeto mutuo. Ellas son las que verdaderamente merecen nuestro respeto y admiración. Por eso, como dicen las valientes mujeres de un video que me inspira profundamente:

«Sueño con un tiempo donde podamos verdaderamente empoderarnos haciéndonos cargo de nuestra parte del caos, y llevar a su fin el círculo de herir y culpar».

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