Leyendo algunos blogs de crianza y terapias para madres inspiradas en las teorías de Alice Miller, Laura Gutman y otras autoras, observo con frecuencia un patrón que me deja perpleja. Por un lado, promueven «revivir la infancia», «dar voz a nuestra niña herida» y «concienciar los introyectos recibidos», lo cual me parece fundamental para cualquier proceso terapéutico profundo. Pero, por otro lado, insisten también en que es imprescindible «comprender lo ocurrido», «no buscar culpables» y aceptar que «todo depende de cómo vivamos lo sucedido». Estas indicaciones, aunque bienintencionadas, generan en mí una sensación de contradicción. Es como si el primer grupo de consejos fuese una especie de trámite obligatorio para alcanzar el verdadero objetivo: el segundo grupo, que suele traducirse en un «perdona y olvida». Y esto, lejos de sanar, puede invalidar profundamente la experiencia del sufrimiento humano.

Para mí, este enfoque minimiza algo crucial: en la vida de quienes sufren sí han ocurrido cosas graves, reales, muchas veces devastadoras. Sí hay culpables, y la sanación no siempre pasa por el perdón, mucho menos por un perdón forzado. Hablar de «revivir la infancia» debería implicar no solo conectar con el dolor y el rencor acumulados, sino también darles voz, expresarlos plenamente y, en muchos casos, tomar decisiones drásticas que prioricen la salud emocional del individuo, como alejarse de relaciones familiares tóxicas o romper definitivamente con ellas. Esto es algo profundamente liberador, pero también difícil y, a menudo, socialmente condenado.

Imaginemos que alguien nos pisa fuertemente en un autobús. En ese momento experimentamos dolor y probablemente ira, porque es una reacción natural y legítima. No intentamos comprender de inmediato por qué nos pisaron, ni mucho menos justificamos al agresor. Solo después de expresar nuestro enojo podemos, quizá, contemplar una posible reconciliación, si las circunstancias lo permiten. De forma similar, si una persona llega a consulta diciendo: «Mi madre es una persona horrible porque me hizo todo esto y aún lo sigue haciendo», nuestra tarea como terapeutas no es apresurarnos a decirle que no busque culpables, que comprenda a su madre porque ella también sufrió. Esa actitud perpetúa el silencio y la represión emocional. En lugar de ello, debemos acompañar a la persona en su dolor y ayudarla a expresar todo lo que necesita decir, sin juicios ni restricciones.

En este sentido, frases como «todo depende de cómo te lo tomes» o «no juzgues a tus padres porque todos somos víctimas de víctimas», aunque contienen algo de verdad, son usadas a menudo para desactivar y reprimir el legítimo resentimiento de las víctimas. Es una forma encubierta de perpetuar el statu quo, de proteger a los perpetradores (en este caso, padres negligentes o abusivos) bajo la máscara de la comprensión y el positivismo. Sin embargo, si queremos ayudar genuinamente a las personas a sanar, debemos permitirles sentir lo que sienten, sin censura ni moralismos, y acompañarlas en su proceso, incluso si ese camino implica no perdonar jamás a sus agresores.

Es importante recordar que la maduración emocional no siempre tiene un «final feliz» ni un desenlace prediseñado. Para algunos, el camino hacia la sanación puede implicar cortar lazos con sus familias, incluso de forma definitiva. Y eso está bien si es lo que necesitan. La terapia no debe ser un espacio para imponer narrativas de reconciliación, sino para explorar y validar lo que el cliente realmente siente y necesita. El terapeuta debe ser un aliado de la víctima, no un defensor de la familia ni de las normas sociales.

Los blogs de crianza y maternidad que dicen inspirarse en Alice Miller suelen caer, a mi juicio, en una interpretación limitada y desvirtuada de su trabajo. Parecen tener miedo de explorar las implicaciones más profundas de sus descubrimientos. Se centran en «hacer las paces» con los padres, en lugar de abordar las complejidades del daño sufrido y las decisiones que ello implica en el presente. Estas narrativas, aunque útiles para algunas personas, a menudo desvían la atención de lo verdaderamente importante: el bienestar del individuo que busca ayuda.

En conclusión, creo que la verdadera sanación no se encuentra en aplicar recetas simplistas o moralizantes, sino en acompañar a las personas en su proceso único y personal, respetando sus tiempos, emociones y decisiones, incluso cuando estas desafían las normas sociales y familiares. Porque al final, como terapeutas, nuestro compromiso es con la persona que sufre, no con la preservación de un ideal abstracto de familia o sociedad.

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