La sinceridad, esa capacidad de comunicar al otro nuestras verdades, es una virtud innegable, pero también una herramienta peligrosa, sobrevalorada y difícil de manejar. Porque no siempre resulta adecuado, ni mucho menos beneficioso, decir la verdad en su totalidad. La sinceridad puede ser un signo de fortaleza interior, pero también puede delatar debilidad, inseguridad o incluso egoísmo. Por eso, lo que parece tan sencillo, en realidad es complejo. Necesitamos distinguir entre una sinceridad nacida de la madurez y el amor, y otra que surge de impulsos inmaduros, del miedo, la culpa o el egocentrismo.

Muchas personas se definen como «muy sinceras». Algunas sienten la necesidad de compartir absolutamente todo con su pareja, incluso confesando una infidelidad bajo el pretexto de la honestidad. Otras no dudan en decirle a una amiga acomplejada que «está demasiado gorda» o que «no tiene remedio», sin considerar el impacto de sus palabras. Algunas relatan detalles íntimos de su vida personal o de sus sueños a cualquiera que las escuche, mientras otras no pueden guardar un secreto, ni propio ni ajeno. En el extremo opuesto, están quienes nunca dicen una verdad, ocultando o distorsionando continuamente lo que piensan o sienten.

¿Qué une a todas estas personas? La incapacidad de gestionar sus verdades con sensibilidad hacia las necesidades del otro o hacia sus propias emociones. Carecen de autocontrol, subestiman el impacto de sus palabras y no valoran el riesgo de dañar al otro o a sí mismas. Suelen idealizar la sinceridad como un dogma absoluto, sin matices, lo que las lleva con frecuencia a ser imprudentes, insensibles, o incluso crueles, bajo la excusa de la «honestidad». Pero, en realidad, la sinceridad no funciona de esa manera.

La sinceridad es como desvestir el alma; implica mostrar lo que sentimos, pensamos o sabemos. Y, como con el acto de desvestirnos físicamente, no lo hacemos en cualquier lugar, momento o frente a cualquier persona. Una persona madura entiende que el desnudo emocional requiere de confianza, contexto y respeto, tanto hacia sí misma como hacia los demás. Es decir, la sinceridad debe ser un acto de empatía, de prudencia, de dosificación y, sobre todo, de amor.

Porque la verdadera sinceridad no es un arma con la que herimos a otros. Tampoco es una incapacidad para guardar silencio o para elegir nuestras palabras. Aquellas personas que parecen «hipersinceras» suelen ser, en realidad, emocionalmente frágiles, con un yo poco desarrollado, que no soportan la tensión interna ni externa. Son como recipientes sin tapa, incapaces de contener lo que hay dentro. En cambio, la sinceridad genuina proviene de una fortaleza interior: de la autoestima, de la empatía, de la consciencia, y de la capacidad de discernir qué decir, cómo decirlo, y a quién decirlo, buscando siempre el bienestar de ambas partes.

Por todo esto, podemos afirmar que la moda contemporánea de la «sinceridad absoluta» no es más que otra falacia más de una sociedad profundamente desconectada y neurótica.

Comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Ingresar

Registro

Restablecer la contraseña

Por favor, introduce tu nombre de usuario o dirección de correo electrónico y recibirás por correo electrónico un enlace para crear una nueva contraseña.