Somos adictos a las palabras. Charlas interminables, programas de radio y televisión, artículos de periódicos, publicaciones en redes sociales, discursos políticos, sermones religiosos, propaganda científica, fórmulas esotéricas… Palabras, palabras y más palabras. Algunas de ellas llegan a adquirir un valor casi religioso. Términos como «Dios», «Solidaridad», «Libertad», «Opinión Pública», «Democracia», «Progreso», «Amor» o «Justicia» actúan como detonantes emocionales. Al oírlas, millones de personas se sienten conmovidas, se arrodillan o se enardecen, creyendo que las simples palabras tienen el poder de cambiar la realidad. Otras, al escuchar la frase ritual «te quiero», sienten que las puertas del cielo se abren de par en par. Pero esta fascinación por las palabras nos lleva a menudo a una confusión peligrosa: creemos que lo que decimos es lo que es.

¿Por qué ocurre esto? Porque nuestro pensamiento inconsciente es esencialmente mágico e infantil. Funciona a través de símbolos, y los símbolos parecen confundirse con lo que representan. Los niños, por ejemplo, hablan con sus muñecos como si estuvieran vivos. Los supersticiosos o los chamanes manejan objetos simbólicos (como amuletos o velas de colores) creyendo que estos representan o atraen aquello que desean. Del mismo modo, si un político afirma algo como: «Sucede esto, prometo lo otro, y pasará aquello», sus partidarios le creen ciegamente sin requerir pruebas. La palabra tiene, en sus mentes, un poder absoluto. Así funciona la magia de las palabras.

Este fenómeno es aprovechado por políticos persuasivos, tertulianos carismáticos, publicistas ingeniosos, gurús encantadores, periodistas alarmistas, científicos, filósofos y predicadores. Todos ellos dominan el arte del lenguaje y lo utilizan para captar nuestra atención, persuadirnos e influirnos. Incluso los textos religiosos lo reflejan: «En el principio era el Verbo (la Palabra)… y Dios dijo: ‘Hágase esto y aquello'», como dice la Biblia. Es evidente que las palabras tienen una carga simbólica y emocional que nos atrapa. Pero también nos confunden y nos enferman, como en el caso de los neuróticos obsesivos, que temen que sus «malos pensamientos» (es decir, palabras internas) puedan materializarse. En resumen, el ser humano lleva siglos intentando dominar el mundo y sus propios miedos mediante las palabras. Sin embargo, esta estrategia suele fallar porque olvidamos algo crucial: las palabras no son la realidad.

El uso excesivo de palabras tiene consecuencias perjudiciales. En lugar de acercarnos a la realidad, muchas veces nos alejan de ella. Las palabras nos ocultan lo esencial, creando prejuicios y distorsiones que limitan nuestra percepción. Nos impiden acceder a nuestros verdaderos sentimientos y necesidades, ya que la introspección requiere silencio. Además, las palabras pueden volverse herramientas de manipulación, de engaño o de agresión, contribuyendo a perpetuar la hipocresía y la neurosis en nuestras relaciones y en la sociedad. Con frecuencia, nuestras palabras no coinciden con nuestras acciones. Son máscaras, instrumentos para ocultar lo que realmente somos.

En contraste, todo proceso de maduración emocional, crecimiento personal o espiritual implica un alejamiento progresivo del exceso de palabras. Las relaciones amorosas auténticas, por ejemplo, no se sustentan en declaraciones verbales, sino en hechos concretos: caricias, miradas, cuidados, besos. La verdadera poesía o la sabiduría más profunda logran transmitir lo esencial con pocas palabras o incluso con el silencio. La psicoterapia no busca discursos elaborados, sino emociones sinceras y profundas.

El sabio supremo, al igual que la música, trasciende completamente las palabras. En su lugar, busca expresar lo que está más allá del lenguaje, aquello que sólo puede captarse con el corazón y experimentarse en el silencio.

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