
Algunas mujeres, cuando hablan de sus parejas masculinas, a menudo recurren a frases que revelan desprecio, control o indiferencia, como:
- «Todos son iguales.»
- «Él hará lo que yo diga.»
- «Lo tengo bien enseñado.»
- «Me da lo mismo si le gusta o no.»
- «Ése es de lo más aburrido.»
- «Un día de estos lo dejo solo en casa y que se apañe.»
- «Qué quieres, es sólo un hombre.»
- «A mí, para tirármelo, me sirve cualquiera.»
Por supuesto, algunos hombres también usan expresiones similares para referirse a sus parejas femeninas. Lo que se pone de manifiesto en ambos casos es una dinámica de agresividad, desprecio y sexismo mutuo, encapsulada en un intercambio continuo de descalificaciones. Sin embargo, mientras la sociedad tiende a condenar abiertamente el machismo, el resentimiento femenino hacia los hombres suele ocultarse bajo el mito de que «todos los hombres son rudos y todas las mujeres son víctimas». Esta hipocresía cultural sólo se rompe en situaciones como los divorcios, donde las heridas y el odio muchas veces emergen con toda su crudeza.
La contradicción humana: odiar y necesitar
Si tanto despreciamos al otro sexo, surge una pregunta inevitable: ¿por qué seguimos empeñados en emparejarnos con él? Nadie nos obliga a convivir con una pareja; podríamos elegir la libertad, compartir nuestro tiempo con amigos o familiares, o disfrutar de relaciones sin compromiso. Y sin embargo, la mayoría de nosotros insiste en buscar una pareja estable, incluso cuando esa relación está marcada por el desencanto o el desprecio desde el principio.
Esta contradicción tiene su raíz en una necesidad emocional profundamente humana. En mi opinión, el mundo es, en muchos aspectos, un gran hospicio emocional. Desde la infancia, muchos de nosotros hemos acumulado heridas y carencias afectivas que nos dejan con un anhelo inconsciente de «salvación». En nuestra búsqueda de pareja, proyectamos esta necesidad, esperando encontrar en el otro al padre o la madre que siempre deseamos pero nunca tuvimos. Este anhelo romántico es, en gran medida, el motor detrás de nuestras relaciones, más allá de las presiones sociales, la necesidad de tener hijos o cualquier otra razón.
Tropezando con la misma piedra
Curiosamente, este deseo de «reparar» nuestras carencias nos lleva, a menudo, a elegir personas que reflejan las mismas dinámicas de nuestras relaciones familiares traumáticas. Así, repetimos inconscientemente patrones de maltrato, desapego o negligencia, tropezando una y otra vez con la misma piedra. Esta repetición no es casual; es un intento inconsciente de resolver heridas pasadas, aunque rara vez logremos hacerlo de manera saludable.
Cuando dos personas cargadas de estas heridas se encuentran, su relación puede convertirse rápidamente en un infierno emocional. En lugar de reconocer nuestra propia neurosis o inseguridad, culpamos al otro de nuestros problemas, perpetuando una dinámica de recriminaciones y dependencias mutuas. Este es el origen de muchas relaciones paradójicas del tipo «ni contigo, ni sin ti»: un ciclo tóxico en el que dominamos y somos dominados, lastimamos y somos lastimados, sin lograr romper el vínculo.
El reto de amar y convivir
El amor y la convivencia no son tareas fáciles. Requieren mucho más que atracción o deseo. Exigen coraje, sinceridad, diálogo, paciencia, generosidad y, sobre todo, una conexión emocional profunda. Para construir una relación saludable, es imprescindible:
- Confianza: En uno mismo y en el otro.
- Autoestima: Para evitar depender completamente de la aprobación de la pareja.
- Placer en dar y recibir: Un balance entre ambos es esencial.
- Respeto y amistad: La base de cualquier vínculo sólido.
- Admiración mutua: Reconocer y valorar las cualidades del otro.
- Empatía y cariño: Entender y aceptar las necesidades y limitaciones del otro.
Además, una relación madura requiere que ambos miembros mantengan su propio espacio de libertad y autonomía. El amor no significa perderse en el otro, sino acompañarse mutuamente mientras ambos crecen como individuos.
Una cuestión de madurez
En última instancia, construir relaciones saludables no es una tarea imposible, aunque sí requiere madurez emocional. Como dijo Fritz Perls en su famoso poema gestaltista:
«Yo hago lo mío y tú haces lo tuyo.
No estoy en este mundo para llenar tus expectativas,
y tú no estás en este mundo para llenar las mías.
Tú eres tú y yo soy yo.
Y si por casualidad nos encontramos, es hermoso.
Si no, no puede remediarse.»
Este enfoque nos invita a respetar la individualidad del otro, a soltar las expectativas y a disfrutar del encuentro cuando ocurre. Porque sólo cuando aprendemos a amarnos a nosotros mismos podemos realmente amar y respetar a los demás.