Autor del artículo: Lic. Gonzalo Troncoso
Hay momentos en los que sentís que estás haciendo tu mayor esfuerzo y aun así no alcanza. Cumplís, avanzás, resolvés, sostenés. Pero adentro hay una voz que insiste: “Podrías más. Deberías más”. No importa lo que logres: siempre parece faltar un paso para sentirte realmente en paz.
Si te pasa esto, no estás solo. Y, sobre todo, no es un defecto personal. Es un modo que aprendiste para sentir que valías algo en un mundo que premia la exigencia y desconfía del descanso.
El filósofo Byung-Chul Han describe a nuestra época como la sociedad del rendimiento. Ya no necesitamos que alguien nos controle o nos castigue: somos nosotros mismos quienes nos empujamos sin pausa. En ese contexto, él propone recuperar dos palabras antiguas, casi olvidadas: fiesta y siesta. No como ocio superficial, sino como actos profundos de humanidad. Celebrar, descansar, detenernos. ¿Por qué algo tan básico se volvió un lujo? ¿Por qué un día sin hacer “nada útil” puede generar tanta culpa? Quizás porque aprendimos a medir nuestro valor por lo que producimos, y en ese aprendizaje silencioso, la autoexigencia se volvió, para muchos, una identidad.
La explicación más habitual es que la autoexigencia surge del deseo de superarse. Pero, en la práctica clínica, aparece algo más hondo. Muchas personas se exigen al límite para sentir que merecen amor, aprobación o pertenencia. A veces crecimos con mensajes implícitos como “valés cuando rendís”, “te reconozco cuando hacés las cosas bien”. La exigencia termina siendo una forma de buscar afecto.
También nos exigimos para no sentir vulnerabilidad. Mantenerse siempre en movimiento, resolviendo, mejorando o planificando puede funcionar como una coraza emocional. Mientras hago, no siento. Y, además, vivimos en un contexto que celebra la productividad constante. La cultura actual enseña que descansar es improductivo, que decir “hasta acá llego” es de débiles, que parar equivale a perder. Sin darnos cuenta, aprendemos a explotarnos a nosotros mismos. La exigencia deja de ser una herramienta para convertirse en nuestra forma de estar en el mundo.
El costo de vivir así no siempre se nota de inmediato. A veces aparece como la dificultad para descansar de verdad, la culpa cuando no estamos siendo productivos, la necesidad de reemplazar cada objetivo cumplido por uno nuevo, la impaciencia con uno mismo o la sensación persistente de que nada alcanza. Con el tiempo, algo más profundo se instala: la idea de que solo valemos cuando estamos rindiendo.
Si la autoexigencia se aprende, también puede transformarse. No de un día para el otro, sino a partir de preguntas que abren espacio. Qué parte de vos cree que descansar te hace perder valor. Quién te enseñó que solo merecés reconocimiento cuando hacés más de lo esperado. Qué emociones aparecerían si bajaras el ritmo aunque sea un poco. Recuperar la pausa —lo que Han llama fiesta y siesta— no es hacer menos. Es reconectar con la vida que sucede más allá del rendimiento. Es recordar que tu valor no depende de tu productividad. Es permitirte ser alguien, no solo hacer cosas.
La autoexigencia extrema no surge porque estés roto o fallado. Surge porque, en algún momento, fue la mejor respuesta que encontraste para sobrevivir emocionalmente. Y trabajarla en terapia no significa abandonar tus aspiraciones, sino perseguirlas desde un lugar más humano, más sostenible y menos doloroso. Si sentís que vivís en un ritmo que te agota, si te cuesta descansar sin culpa, si la exigencia se volvió tu manera de sentirte suficiente, puede ser un buen momento para explorar estas dinámicas en un espacio terapéutico.
No para exigirte menos, sino para tratarte mejor. Para recuperar algo que quizás hace tiempo no vivís: la posibilidad real de descansar, de celebrar y de sentir que alcanzás sin tener que exigirte tanto.
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